Me dijeron que el secreto era ser agua; sabían que si no
corría, me estancaba. Y así sigo. Corriendo. O huyendo, nunca lo supe. Creo que
el día que el miedo dejó de paralizarme y comenzó a despertarme dejé de ver la
verdadera diferencia.
Me dijeron que, igual que el agua, transformarse era parte
del ciclo. Pero nosotros sólo conocíamos una manera: explotar. Al final siempre
acabamos siendo cascarones, jaulas, que nunca pueden saber cuándo van a liberar
lo que sea que haya dentro. Nunca sabemos cómo será la explosión ni sus
consecuencias, pero en cada cristal de los miles que queden, en cada fragmento
roto de mí, podré verme.
Y así nacemos de nuevo, entre explosiones, como meteoritos
ardientes brillando en el firmamento, como cohetes en el cielo, donde todos
pueden verlos. Donde podrás verme, espero. Y cuando muera allí arriba, seré
feliz. Y nada más en el mundo habrá tenido sentido.
Qué bonito es todo desde arriba. Qué pequeño todo, hasta los
problemas, hasta todo lo demás. Qué cerca el cielo y las estrellas, tan cerca
que se derraman entre los dedos…
Y qué feliz se es con lo que menos dura, con lo que muere en
el momento de nacer, con lo que mientras arde nos da calor hasta que se apaga
en un instante. Pero qué sentido tendría nada si esa explosión no fuese así.
Quizás no sea el resultado de todas esas continuas
transformaciones, sino la transformación misma. Y al final, siempre, somos la
misma cosa con otro orden. Nuestros trozos son siempre los mismos, nuestros
pedazos son idénticos esta vez que las anteriores. Pero los volvemos a romper,
los reconstruimos una vez más y los vemos de forma distinta. Somos distintos,
al final.
Así que mírame cuando muera y cuando no me reconozcas.
Cuando el espejo me mira a mí y no al revés. Porque no me reconoce, porque me
veo por primera vez y pronuncio mi nombre, el verdadero. Y es el espejo el que
frunce el ceño, porque el cristal no sabe devolver la imagen de algo que no
puede verse con los ojos. Y no tengas miedo, porque al final soy el mismo. Y
porque, después de todo, no somos tan distintos.
Así que hagámoslo. Escuchar y dejar de oír, dejar de abrir solamente
los párpados y comenzar a abrir los ojos. Sentir cómo cruje.
Y ponerle un nombre.