viernes, 5 de diciembre de 2014

Un baúl donde guardar las cosas que no se tienen.

Diarios del Príncipe Alquimista, pt. II.
"Todos tenemos algo que no tenemos".


      Hace poco recordé algo mientras abría un baúl. Un baúl cuyo interior sigue haciéndome preguntarme muchas cosas. Todo empezó un día en que mi padre me dijo algo tan importante que no lo había comprendido hasta ahora. Recuerdo que era tarde, y que hacía frío. Mucho frío.


     Yo estaba sentado allí, en el suelo, con él. Mi padre estaba delante de mí, y era tan alto como nadie jamás lo ha sido ni lo será. Se fue cuando yo era muy pequeño, así que siempre que le pienso y recuerdo es desde abajo, mirándole hacia arriba y preguntándome cómo sería verlo todo desde esa altura. Yo siempre creí que desde ahí todo daría vértigo y que por ello lo mejor era no crecer. Y aunque ahora soy tan alto como él, sigo pensando que desde esta altura algunas cosas me producen vértigo y náuseas, aunque no de la manera que yo me imaginaba. Será que nunca terminamos de crecer.

      Ese día estábamos sentados los dos en el suelo, uno frente al otro, y entre los dos había un baúl. Me dijo que, sin abrirlo, tratase de adivinar qué había dentro.
      —Vamos —me decía—, ¿qué crees que hay dentro?
      Dije muchas cosas, pero a todas él negaba con la cabeza.
      — ¿Cómo voy a saberlo? —le pregunté.
      —Imaginemos que en este baúl metes lo que más te importa —dijo él esta vez—. Ahora dime, ¿qué crees que hay dentro?
      Dije todo lo que se me ocurrió. Todo, sin excepción. Aunque yo ya sabía que lo estaba haciendo mal, como siempre. Sus lecciones estaban hechas para hacerme fallar, siempre era así. Parecía su método infalible de enseñarme a escuchar, de enseñarme que no lo sé todo.
      —No, hijo, no —me dijo al final, poniendo la mano sobre el baúl de madera. Luego suspiró— ¡Parece mentira que todavía no hayas aprendido que lo que realmente más importa no tiene sitio en ningún baúl!

      Me quedé de piedra. Y obviamente, me enfadé con él. Pero ahora no puedo dejar de reírme cuando lo recuerdo. Esa noche me regaló el baúl y me dijo que sabría qué hacer con él. Yo lo cogí con un aire de alegoría y lección aprendida, pero sin saber en absoluto qué hacer.
      Sin embargo, hay otro recuerdo relacionado con ese baúl que considero incluso más valioso. Mucho más, sin duda. Fue años más tarde, pocos días antes de que mi padre se marchase para siempre. Aprendí algo sobre el baúl, algo muy valioso, y que hoy vuelvo a recordar mientras lo abro. Lo que aprendí es algo que mi padre ya sabía, pero que nunca me enseñó. Hoy abro el baúl y su vacío es el mismo que siempre, pero ahora sé algo más sobre las cosas que hay dentro. Sobre las cosas que no hay dentro, más bien. Las que no tienen cabida en el baúl.
       Pese a todo, al final aprendí que podía meter ciertas cosas en el baúl. Eso me sorprendió. Y es que, aunque las cosas más importantes no caben en los baúles, hay algo que sí que cabía en el mío, algo que recuerdo cada día que lo miro.

      En ese baúl, y espero que alguien me entienda, he metido todas las cosas que no tengo. Porque ahora sé que, sin excepción, todos en la vida tenemos a alguien que no tenemos. Y lo pienso mientras les recuerdo, mientras les tengo en la retina de la memoria pero no en la de los ojos. Están ahí. Y en mi baúl también, y son un vacío que no lo llenan. Y todavía, igual que el día que me lo dio mi padre, hace frío. Mucho frío, un frío mortal.

Porque, al final, todos tenemos a alguien que no tenemos.