lunes, 14 de diciembre de 2015

Diarios del Príncipe Alquimista: "el vértigo más grande"

(Bú. Antes de empezar, recomiendo escoger del reproductor el tema Cornfield Chase. Disfruta del viaje). Fdo: M. Lawliet.

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Fecha: desconocida.
 Lugar: desconocido.

       Esto está escrito para las personas que quieran saber algo más de mí. Para los que, por alguna razón, busquen sobre el Príncipe del que hablan los cuentos de los niños, las historias de los jóvenes y los libros de los viejos sabios. Si esas personas quieren entender ciertas cosas que he hecho, ciertas decisiones que he tomado y, al final, parte de mi forma de ser, deberían buscar aquí. Pero no en las páginas de este diario, sino en el cielo que se abre ante sus páginas abiertas. Sí. Ahí es donde hay que buscar. En lo más profundo del cielo, en el lugar cuando asciendes más y más kilómetros de altura hasta que el azul celeste del día se va difuminando y oscureciendo, poco a poco, hasta que sólo queda el negro más profundo. Negro. Negro como la boca de un pozo en la noche, como una piedra de carbón. Más. Lo que llaman “espacio exterior”.

       Lo que más recuerdo es el vértigo. Siempre un vértigo demencial. Es el vértigo más grande que existe en el universo. Dejadme explicar: cuando miras hacia abajo en un lugar alto puedes sentir vértigo, pero puedes ver el fondo, el final de la caída. O si es tan alto que no se ve, al menos sabes que habrá un final. Cuando estás en el espacio, eso no existe. Miras hacia abajo y lo único que ves es una caída infinita, la más grande de todas, literalmente. Estás flotando sobre ese vacío, esa caída de millones de millones de años luz. No es que no veas el final. No. Aquí sí que puedes ver: lo que ves es que no hay final. Pero no hay gravedad, así que “abajo” no existe realmente. Y cuando miras hacia un lado y ves el vacío, también eso es “abajo”. Y cuando miras hacia arriba, eso también es abajo, y podrías pensar que en realidad estás del revés. Pero la realidad es que no estás en ninguna posición, porque todo es abajo. Pero existe algo que da aún más vértigo que el vacío: lo que no es vacío. Os aseguro que jamás sabréis lo pequeños que sois hasta que tengáis delante un planeta entero. Habréis estado ante cosas grandes y os habréis sentido pequeños. Pero ahora imaginaos flotando en la nada y ante vosotros una esfera inmensa, de colores casi irreales. Un titán que descansa ante ti, firme, indiferente a tu respiración. Estaba antes que tú, y estará después de ti, y no le importa que estés mirando. Cuando ves decenas de millones de kilómetros de planeta ante ti, suspendidos en el espacio, algo cambia en tu mente. Cuando sabes que en el punto que tienes fija la vista cabe todo lo que conoces, algo se enciende en tu mente y algo se apaga a la vez. Eso es algo que nunca sabréis si no viajáis a las estrellas.
      Lo que más recuerdo después es el silencio. Dudo que haya nada que transmita más sensación de soledad que el silencio. No hablo de cualquier silencio: hablo de un silencio absoluto y denso, tan duro que no puede romperse y tan profundo que no le importa que trates de hacerlo. Es un silencio vacío, que te arrebata todo. Es un silencio observador y sabio. Es un silencio que parece pedirte que lo respetes. Es el silencio que lleva reinando en el universo desde su existencia.
      Ah, pero también hay color. Hay magia. El universo es ridículamente enorme, y bello, y terrible y mágico. Es maravilloso y aterrador. Es oscuro y está lleno de luz.
      He encontrado galaxias tan luminosas que no existe manera de contároslas. Estrellas tan brillantes que nadie las ha mirado nunca directamente. Nebulosas iridiscentes con tantos colores que nadie sería capaz nunca de pintarlas. He visto delante de mí, que también es abajo y es arriba, cuerpos celestes tan enormes y tan bellos que no podía parar de llorar de miedo y de emoción.

Uno no es la misma persona cuando ha visto todo eso. Ya no. Y si queréis saber quién es el Príncipe Alquimista deberíais empezar por ahí: por las estrellas. Cuando soñéis con esos colores y sintáis claustrofobia al despertaros en una habitación y tengáis que correr a abrir las ventanas y mirar el cielo, lo entenderéis un poco más. Podríais pensar que eso me ha hecho sentir más pequeño, o que el mundo ahora se me queda chico. En parte supongo que sí. Siempre creí que lo que me rodeaba era tan importante, que mi planeta era tan infinito, tan enorme…

     Qué niño era. Qué equivocado. Qué terriblemente sabio.

El Príncipe Alquimista

domingo, 7 de junio de 2015

Dónde estáis. Dónde estoy.

       "Dónde bajo la piel", escribí una vez, "viven las notas". Dónde las canciones que tiran de nuestros pelos y los izan como banderas en la nuca y los brazos. Dónde están los que soñaban conmigo. Dónde crecieron y olvidaron.
       Dónde estáis los que conocéis el miedo y el nombre de ese temblor nervioso y secreto, el de "es que tengo frío" sin poder mirar a los ojos al que os pregunta, que ya sabe que vas a mentirle de antemano. Dónde los que os paráis a leer. Dónde los que perdéis el tiempo en intentar aprender a vivir.
       Dónde están los trozos que nos hemos dejado por el camino. En qué pan con chocolate de mi abuela me he dejado esa infancia en la que todos los que recuerdo me miran encorvados. Era un enano. 
       Y en qué excusa tan tonta os han hecho creeros que hay que dejar de ser un niño.

Yo antes me pasaba mucho por aquí. Y es curioso cómo cuando nos perdemos encontramos sitios nuevos. Aunque a veces, supongo, podemos acabar en alguno conocido. Qué bonita casualidad. Después de todo, esto era lo más parecido a tener un sitio.
       Ahí fuera hace frío a veces, "y no del que se quita con un abrigo", le dije a alguien. Niños hasta los noventa, nos dijimos. Ahora al único que se lo digo es al espejo. Y menos mal. 
       Quedan personas ahí fuera, os lo prometo. No sólo gente. Quedan todavía algunos con los que escribir, soñar, hacer música, improvisar y saltar. Con los que jugar, que es de lo poco que a veces importa. Personas que no tienen esa falsa creencia de que crecer es llevar siempre puesta una extraña seriedad crónica que parece demostrar la madurez adulta. No, hay personas que ríen porque entienden, no porque quieran olvidar. Ni fingir. Risas auténticas, sin maquillaje. 
       Quedan canciones, eso también puedo prometerlo. Ahí fuera quedan maravillas por descubrir, ni la mitad de las que alcanzaré a ver. Pero corremos y estiramos los brazos, porque igual un día vale la pena. Quedan oportunidades para llorar, para rompernos en mil trozos y rehacerlos y volver a ser otro que, en esencia, podremos seguir llamando "yo". Quedan textos y libros por escribir, puedo asegurarlo, y eso será lo más valioso que me llevaré de aquí. Es nuestra única manera de justificarnos, después de todo. De dejar algo.

 Esto empezó siento el diario de un personaje, ¿sabéis? Ahora ese personaje tiene un libro que está a punto de terminarse. Luego, este sitio fue un refugio. Ahora es un lugar al que volver. Pienso seguir haciéndolo mientras tenga algo que decir. Aunque mis viajes duren meses hasta que vuelva.
       Gracias al que sigue ahí. Y al que me encuentre en mis viajes y comparta algo conmigo. 

M. Lawliet.


viernes, 5 de diciembre de 2014

Un baúl donde guardar las cosas que no se tienen.

Diarios del Príncipe Alquimista, pt. II.
"Todos tenemos algo que no tenemos".


      Hace poco recordé algo mientras abría un baúl. Un baúl cuyo interior sigue haciéndome preguntarme muchas cosas. Todo empezó un día en que mi padre me dijo algo tan importante que no lo había comprendido hasta ahora. Recuerdo que era tarde, y que hacía frío. Mucho frío.


     Yo estaba sentado allí, en el suelo, con él. Mi padre estaba delante de mí, y era tan alto como nadie jamás lo ha sido ni lo será. Se fue cuando yo era muy pequeño, así que siempre que le pienso y recuerdo es desde abajo, mirándole hacia arriba y preguntándome cómo sería verlo todo desde esa altura. Yo siempre creí que desde ahí todo daría vértigo y que por ello lo mejor era no crecer. Y aunque ahora soy tan alto como él, sigo pensando que desde esta altura algunas cosas me producen vértigo y náuseas, aunque no de la manera que yo me imaginaba. Será que nunca terminamos de crecer.

      Ese día estábamos sentados los dos en el suelo, uno frente al otro, y entre los dos había un baúl. Me dijo que, sin abrirlo, tratase de adivinar qué había dentro.
      —Vamos —me decía—, ¿qué crees que hay dentro?
      Dije muchas cosas, pero a todas él negaba con la cabeza.
      — ¿Cómo voy a saberlo? —le pregunté.
      —Imaginemos que en este baúl metes lo que más te importa —dijo él esta vez—. Ahora dime, ¿qué crees que hay dentro?
      Dije todo lo que se me ocurrió. Todo, sin excepción. Aunque yo ya sabía que lo estaba haciendo mal, como siempre. Sus lecciones estaban hechas para hacerme fallar, siempre era así. Parecía su método infalible de enseñarme a escuchar, de enseñarme que no lo sé todo.
      —No, hijo, no —me dijo al final, poniendo la mano sobre el baúl de madera. Luego suspiró— ¡Parece mentira que todavía no hayas aprendido que lo que realmente más importa no tiene sitio en ningún baúl!

      Me quedé de piedra. Y obviamente, me enfadé con él. Pero ahora no puedo dejar de reírme cuando lo recuerdo. Esa noche me regaló el baúl y me dijo que sabría qué hacer con él. Yo lo cogí con un aire de alegoría y lección aprendida, pero sin saber en absoluto qué hacer.
      Sin embargo, hay otro recuerdo relacionado con ese baúl que considero incluso más valioso. Mucho más, sin duda. Fue años más tarde, pocos días antes de que mi padre se marchase para siempre. Aprendí algo sobre el baúl, algo muy valioso, y que hoy vuelvo a recordar mientras lo abro. Lo que aprendí es algo que mi padre ya sabía, pero que nunca me enseñó. Hoy abro el baúl y su vacío es el mismo que siempre, pero ahora sé algo más sobre las cosas que hay dentro. Sobre las cosas que no hay dentro, más bien. Las que no tienen cabida en el baúl.
       Pese a todo, al final aprendí que podía meter ciertas cosas en el baúl. Eso me sorprendió. Y es que, aunque las cosas más importantes no caben en los baúles, hay algo que sí que cabía en el mío, algo que recuerdo cada día que lo miro.

      En ese baúl, y espero que alguien me entienda, he metido todas las cosas que no tengo. Porque ahora sé que, sin excepción, todos en la vida tenemos a alguien que no tenemos. Y lo pienso mientras les recuerdo, mientras les tengo en la retina de la memoria pero no en la de los ojos. Están ahí. Y en mi baúl también, y son un vacío que no lo llenan. Y todavía, igual que el día que me lo dio mi padre, hace frío. Mucho frío, un frío mortal.

Porque, al final, todos tenemos a alguien que no tenemos.



martes, 30 de septiembre de 2014

Bú. El cuarto otoño.

Hay cosas que todos necesitamos. Irnos y volver. Morir y nacer. Y esto es algo que llevaba necesitando mucho, muchísimo tiempo.
       Un día escribí que todos estamos hechos de pedazos rotos. De los trozos de un espejo que se rompen, se machacan, se esparcen con mil explosiones. Que es en los trozos en los que podemos reconocernos, en cada uno de ellos. Y que el auténtico reflejo no lo da el espejo, sino los trozos. Pero hoy añado algo que entonces no sabía:
       Que cuando nos rompemos y nos reducimos a esquirlas y a pedazos, resulta que algunos trozos no son nuestros. No todos nuestros pedazos son realmente nuestros, o al menos no lo han sido siempre. Algunos de nuestros pedazos son de otros y los recogemos por el camino, añadiéndolos a los nuestros. Nos completan, nos mejoran, nos cambian.

       Hoy sé cosas que ayer no sabía. Hoy sé canciones que ayer no conocía. Tengo letras que jamás he escrito y que han cobrado caro su precio. He volado, he caído, he visto cañonazos en el cielo y truenos que podrían romper los cristales de vuestras ventanas, y he vuelto para contarlo. He escuchado el nombre del cielo y de las tormentas de verano restallando en mi oído mientras la tempestad me empapaba y mis tímpanos vibraban ante las explosiones. He escondido un secreto en la comisura del labio, donde nadie puede verlo. He guardado una palabra que no puede escribirse en la esquina derecha de mi mente. He corrido sobre las nubes y he soñado las pesadillas más bellas que jamás existirán. He sido canción y he latido hecho pedazos bajo el polvo de una sinfonía que ya nadie recuerda.
Pero ahora, soy las letras. Hoy, soy el espejo de todo lo que queda, la fotografía vieja, el libro que nadie ha abierto nunca. He visto todo eso y más, y he vuelto para contarlo. Como cada otoño. El cuarto otoño ya. Y si es el último, será porque nada quedó por decir.

Ahora es cuando el telón se levanta, saludo a las caras conocidas de la última fila y me aclaro la voz. Y más me vale. Porque traigo todas las letras que aún no he escrito y que ya me llaman desde la página blanca de una libreta.




(Nos leemos por aquí, como siempre. Gracias por seguir ahí, y por comentar de vez en cuando)


M. Lawliet.

viernes, 6 de junio de 2014

De vacíos y cosas que están por doler.

Una vez leí que vivimos de vacíos. De cosas que terminan en el momento de surgir, que explotan y acaban y dejan silencio. Un silencio de los que hacen eco, uno ruidoso que retumba en los tímpanos y parece decir algo que nadie más puede oír. Un silencio que dice "ya está", y así es. Un silencio, un vacío, una razón.

Cada vacío es único. El final de un aplauso; el último invitado que se va y te deja solo; el final de la última canción; una despedida. Vacíos de punto y aparte. Pero todos ellos tienen algo en común. Hay veces, sólo las más especiales, en que un aluvión arde en nuestro interior y vuela hasta nadar en lo más alto del cielo; hay momentos únicos en los que se puede ser infinito. Y es como una gran explosión, como una llama, como cohetes subiendo. Cuando más alto ha subido, cuando es magnífico, cuando cierras los párpados sin cerrar los ojos y por fin lo ves... desaparece súbitamente, y nunca vuelve. Y queda un vacío, un vacío con un olor especial y un silencio elocuente. Y es ese vacío el que, muchas veces, nos mantiene vivos.

Hay momentos en los que nos quedaríamos a vivir. Como un cuadro, como una fotografía. Cuando llega el momento álgido, cuando nada puede ser mejor, desearíamos congelarlo. De repente es como si todo fuese más despacio y pudieses verlo desde fuera, como si alguna parte de ti mismo pudiese ver una foto pintada con el presente y observada desde el futuro al mismo tiempo que se pinta. Ese momento, esa décima de segundo, es todo lo que importa. Lo único que importa. Porque ahí explota todo y nada es más real que eso, que el recuerdo efímero que se recuerda y se vive al mismo tiempo.

Y luego, sin avisar, y como predecíamos... termina. Se acaba. Silencio. Y queda un vacío enorme. Un vacío que habla por sí solo, un vacío de "valió la pena". La explosión concluye y el momento se convierte en recuerdo. Ese vacío dice muchísimas cosas, casi todas son buenas por mucho que escuezan. Y escuecen porque son eso, recuerdos. Porque ya no ves ese cuadro desde dentro.

Vivimos de esos vacíos. De lo que queda cuando todo ha terminado. Porque ahí puedes mirarte a ti mismo desde fuera y verte, quizás por primera vez.

Y sin ese vacío, sin ese momento rompiéndose ante nuestros ojos, nada valdría la pena.


sábado, 3 de mayo de 2014

El armario más grande.

       El Armario era un lugar grotesco. Allí iba a parar todo. Lo que no quería cerca, iba al Armario. Lo que no me gustaba, al Armario. Lo que me daba miedo, pánico, el más profundo desagrado... al Armario.
Pero bien al fondo, para no tener que verlo más. Aquel lugar, aquel abismo, se convertía, inexorablemente, en el desagüe de todo lo que más lejos quería de mi. Y fue por eso que cada vez nos parecíamos más el Armario y yo.
      ¿Adónde van nuestros miedos? ¿Dónde están nuestras esperanzas? ¿Dónde lo que más nos aterra? ¿En qué rincón, allí bajo la piel, se esconden esos duendes que tiran de nuestros vellos hasta izarlos por nuestro cuerpo como banderas? ¿Dónde, todas esas canciones que susurran recuerdos y personas que, curiosamente, no aparecen en la letra? ¿En qué esquina del Armario?
       Da igual lo que hagas con todo. Con las pesadillas, con los miedos, con la furia y con las palabras con sal. Porque hay cosas que no caben en ese Armario. Grita, lánzalas lejos, pero nunca se van, porque son tan tuyas como tú mismo.

      Y así, día a día, llenamos el armario de cosas, y lo deformamos, se degrada más y más por nuestra mano como un retrato de Dorian Grey. Nadie sale para siempre, ni nada nos abandona. Tardamos mucho en darnos cuenta de que ponerlo todo al fondo de una caja y no mirarla no iba a hacer que todo se esfumase.
       Y fue entonces, y no antes, cuando lo supe.

       Caminé hacia el Armario, como otras tantas veces. Abrí la puerta, y mis más amargas pesadillas y miedos me saludaron desde las sombras. Salté dentro, cerré la puerta y no salí. Pasó mucho tiempo hasta que lo hice y salí de su interior, esta vez para siempre. Lo que ocurrió allí dentro es otra historia, y es una historia que habla de guerra y de batalla.
     El Armario, ahora, está olvidado en alguna esquina. Sin uso.
 Vacío.
Y yo, de alguna forma, más lleno que nunca.



lunes, 31 de marzo de 2014

Soy explosión

Me dijeron que el secreto era ser agua; sabían que si no corría, me estancaba. Y así sigo. Corriendo. O huyendo, nunca lo supe. Creo que el día que el miedo dejó de paralizarme y comenzó a despertarme dejé de ver la verdadera diferencia.
Me dijeron que, igual que el agua, transformarse era parte del ciclo. Pero nosotros sólo conocíamos una manera: explotar. Al final siempre acabamos siendo cascarones, jaulas, que nunca pueden saber cuándo van a liberar lo que sea que haya dentro. Nunca sabemos cómo será la explosión ni sus consecuencias, pero en cada cristal de los miles que queden, en cada fragmento roto de mí, podré verme.
Y así nacemos de nuevo, entre explosiones, como meteoritos ardientes brillando en el firmamento, como cohetes en el cielo, donde todos pueden verlos. Donde podrás verme, espero. Y cuando muera allí arriba, seré feliz. Y nada más en el mundo habrá tenido sentido.

Qué bonito es todo desde arriba. Qué pequeño todo, hasta los problemas, hasta todo lo demás. Qué cerca el cielo y las estrellas, tan cerca que se derraman entre los dedos…
Y qué feliz se es con lo que menos dura, con lo que muere en el momento de nacer, con lo que mientras arde nos da calor hasta que se apaga en un instante. Pero qué sentido tendría nada si esa explosión no fuese así.
Quizás no sea el resultado de todas esas continuas transformaciones, sino la transformación misma. Y al final, siempre, somos la misma cosa con otro orden. Nuestros trozos son siempre los mismos, nuestros pedazos son idénticos esta vez que las anteriores. Pero los volvemos a romper, los reconstruimos una vez más y los vemos de forma distinta. Somos distintos, al final.

Así que mírame cuando muera y cuando no me reconozcas. Cuando el espejo me mira a mí y no al revés. Porque no me reconoce, porque me veo por primera vez y pronuncio mi nombre, el verdadero. Y es el espejo el que frunce el ceño, porque el cristal no sabe devolver la imagen de algo que no puede verse con los ojos. Y no tengas miedo, porque al final soy el mismo. Y porque, después de todo, no somos tan distintos.
Así que hagámoslo. Escuchar y dejar de oír, dejar de abrir solamente los párpados y comenzar a abrir los ojos. Sentir cómo cruje.

Y ponerle un nombre.