Entra a la cálida y nublada habitación, llena de vapores calientes que empañaban los espejos de la pared. Un humeante chorro de agua hirviendo la esperaba sobre la gran bañera circular de piedra negra que ocupaba el centro de la estancia.
Nada más entra, recibe el calor de las nubes de vapor como un dulce abrazo. Se quita los duros y magullados zapatos altos, deja escapar un trémolo suspiro de placer y dolor al tocar el caliente suelo de madera con los heridos y débiles pies descalzos. Se va quitando, muy despacio, casi en un ritual, las demás vestiduras. Las placas de metal de la armadura tintinean en el suelo con un sonido mate cuando ella las arroja. El pelo, enmarañado y lleno de trozos de barro y sangre seca, se le pega a la espalda y el torso, dibujando sus curvas desnudas. Poco a poco va caminando en silencio y con cuidado hacia el espejo, donde se contempla con lástima y curiosidad: Su piel se ve rojiza y brillante a causa de las graves quemaduras, costras de sangre que no es solo suya caen al suelo cuando ella las raspa con las ennegrecidas y rotas uñas. Varios arañazos, algunos muy profundos y de color oscuro, surcan su torso. Se gira, y tras apartarse la melena contempla ve con cierto espanto una horrible y anchísima cicatriz que atraviesa toda su espalda. Se arranca, ahogando un gemido, un trozo de metal de unos centímetros que tenía encajado a un lado de la cintura, que cae al suelo y resuena por la estancia.
Camina casi inconscientemente hacia el agua, que la hace cerrar los ojos y soltar un gemido de placer. Sumergida entre vapores y agua caliente, oculta, se siente a salvo, y por primera vez en la noche se siente realmente a gusto. El agua duele, pero el dolor la hace sentir viva y libre. Casi pierde el sentido cuando termina de sumergir las quemaduras. Ya ha acabado todo, sólo quedan ella y la oscura habitación humeante.
Cierra los ojos, coge aire y se sumerge del todo. Allí, bajo el agua, sonríe por una vez. Una sonrisa que jamás nadie vio y que era sólo suya, la que se guardaba para ella cuando no la veía nadie.
Perdida entre las nubes de la estancia, es libre.
Nada más entra, recibe el calor de las nubes de vapor como un dulce abrazo. Se quita los duros y magullados zapatos altos, deja escapar un trémolo suspiro de placer y dolor al tocar el caliente suelo de madera con los heridos y débiles pies descalzos. Se va quitando, muy despacio, casi en un ritual, las demás vestiduras. Las placas de metal de la armadura tintinean en el suelo con un sonido mate cuando ella las arroja. El pelo, enmarañado y lleno de trozos de barro y sangre seca, se le pega a la espalda y el torso, dibujando sus curvas desnudas. Poco a poco va caminando en silencio y con cuidado hacia el espejo, donde se contempla con lástima y curiosidad: Su piel se ve rojiza y brillante a causa de las graves quemaduras, costras de sangre que no es solo suya caen al suelo cuando ella las raspa con las ennegrecidas y rotas uñas. Varios arañazos, algunos muy profundos y de color oscuro, surcan su torso. Se gira, y tras apartarse la melena contempla ve con cierto espanto una horrible y anchísima cicatriz que atraviesa toda su espalda. Se arranca, ahogando un gemido, un trozo de metal de unos centímetros que tenía encajado a un lado de la cintura, que cae al suelo y resuena por la estancia.
Camina casi inconscientemente hacia el agua, que la hace cerrar los ojos y soltar un gemido de placer. Sumergida entre vapores y agua caliente, oculta, se siente a salvo, y por primera vez en la noche se siente realmente a gusto. El agua duele, pero el dolor la hace sentir viva y libre. Casi pierde el sentido cuando termina de sumergir las quemaduras. Ya ha acabado todo, sólo quedan ella y la oscura habitación humeante.
Cierra los ojos, coge aire y se sumerge del todo. Allí, bajo el agua, sonríe por una vez. Una sonrisa que jamás nadie vio y que era sólo suya, la que se guardaba para ella cuando no la veía nadie.
Perdida entre las nubes de la estancia, es libre.