viernes, 16 de noviembre de 2012

Sólo una figura más en la noche.


Las calles están mojadas, oscuras, bañadas de la tierna y suave humedad de la noche en la ciudad. La lluvia dejó su rastro por toda la avenida, sus gotas se juntaron en forma de espejos en el suelo de asfalto. Esta noche no hay luna en el cielo, no hay luz desde ahí arriba. Hoy, las farolas iluminan a las gentes que se deleitan con la magia que aparece junto con las tristes sombras de la noche.

Aquí y allí, gentes vienen y van. Grupos de amigos ríen juntos, amigas comentan cosas entre ellas, padres balancean las manos con sus pequeños tesoros, parejas se dan la mano y se abrazan combatiendo el frío a base de amor.
 Entre todos ellos, gris, imperceptible, se mueve el Príncipe.
Ese es el Príncipe. El que no habla con nadie, el que no mira a nadie. El que lleva la capucha de la sudadera negra ocultando sus ojos, el que no parece tener rumbo fijo. El más solo de todos, que pasa indiferente entre  las risas y los besos cálidos. Ese solitario ser que junta las manos y se las sopla para calentarse porque no tiene a nadie que le ofrezca el calor de un abrazo o de una caricia. El único que en lugar de pensar en cualquier preocupación, se dedica a observar de reojo la mágica esencia que todo inunda; el único que mira al padre que da la mano a su hija, que observa a la pareja besarse con cariño, que contempla a los grupos de amigos gastar risas, que disfruta observando cómo, sin razón aparente, todos parecen felices.
 El Príncipe es ese extraño ser que aquella noche no tiene en lo que pensar, que simplemente mira a su alrededor y se deleita con cada detalle de las vidas que no son la suya.

 Porque el Príncipe, tras todos estos años, había dado su vida más de una vez por alguien. Porque nadie es menos importante.

Porque todas y cada una de las sonrisas que iluminaban la noche tenían un significado.

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