viernes, 5 de diciembre de 2014

Un baúl donde guardar las cosas que no se tienen.

Diarios del Príncipe Alquimista, pt. II.
"Todos tenemos algo que no tenemos".


      Hace poco recordé algo mientras abría un baúl. Un baúl cuyo interior sigue haciéndome preguntarme muchas cosas. Todo empezó un día en que mi padre me dijo algo tan importante que no lo había comprendido hasta ahora. Recuerdo que era tarde, y que hacía frío. Mucho frío.


     Yo estaba sentado allí, en el suelo, con él. Mi padre estaba delante de mí, y era tan alto como nadie jamás lo ha sido ni lo será. Se fue cuando yo era muy pequeño, así que siempre que le pienso y recuerdo es desde abajo, mirándole hacia arriba y preguntándome cómo sería verlo todo desde esa altura. Yo siempre creí que desde ahí todo daría vértigo y que por ello lo mejor era no crecer. Y aunque ahora soy tan alto como él, sigo pensando que desde esta altura algunas cosas me producen vértigo y náuseas, aunque no de la manera que yo me imaginaba. Será que nunca terminamos de crecer.

      Ese día estábamos sentados los dos en el suelo, uno frente al otro, y entre los dos había un baúl. Me dijo que, sin abrirlo, tratase de adivinar qué había dentro.
      —Vamos —me decía—, ¿qué crees que hay dentro?
      Dije muchas cosas, pero a todas él negaba con la cabeza.
      — ¿Cómo voy a saberlo? —le pregunté.
      —Imaginemos que en este baúl metes lo que más te importa —dijo él esta vez—. Ahora dime, ¿qué crees que hay dentro?
      Dije todo lo que se me ocurrió. Todo, sin excepción. Aunque yo ya sabía que lo estaba haciendo mal, como siempre. Sus lecciones estaban hechas para hacerme fallar, siempre era así. Parecía su método infalible de enseñarme a escuchar, de enseñarme que no lo sé todo.
      —No, hijo, no —me dijo al final, poniendo la mano sobre el baúl de madera. Luego suspiró— ¡Parece mentira que todavía no hayas aprendido que lo que realmente más importa no tiene sitio en ningún baúl!

      Me quedé de piedra. Y obviamente, me enfadé con él. Pero ahora no puedo dejar de reírme cuando lo recuerdo. Esa noche me regaló el baúl y me dijo que sabría qué hacer con él. Yo lo cogí con un aire de alegoría y lección aprendida, pero sin saber en absoluto qué hacer.
      Sin embargo, hay otro recuerdo relacionado con ese baúl que considero incluso más valioso. Mucho más, sin duda. Fue años más tarde, pocos días antes de que mi padre se marchase para siempre. Aprendí algo sobre el baúl, algo muy valioso, y que hoy vuelvo a recordar mientras lo abro. Lo que aprendí es algo que mi padre ya sabía, pero que nunca me enseñó. Hoy abro el baúl y su vacío es el mismo que siempre, pero ahora sé algo más sobre las cosas que hay dentro. Sobre las cosas que no hay dentro, más bien. Las que no tienen cabida en el baúl.
       Pese a todo, al final aprendí que podía meter ciertas cosas en el baúl. Eso me sorprendió. Y es que, aunque las cosas más importantes no caben en los baúles, hay algo que sí que cabía en el mío, algo que recuerdo cada día que lo miro.

      En ese baúl, y espero que alguien me entienda, he metido todas las cosas que no tengo. Porque ahora sé que, sin excepción, todos en la vida tenemos a alguien que no tenemos. Y lo pienso mientras les recuerdo, mientras les tengo en la retina de la memoria pero no en la de los ojos. Están ahí. Y en mi baúl también, y son un vacío que no lo llenan. Y todavía, igual que el día que me lo dio mi padre, hace frío. Mucho frío, un frío mortal.

Porque, al final, todos tenemos a alguien que no tenemos.



martes, 30 de septiembre de 2014

Bú. El cuarto otoño.

Hay cosas que todos necesitamos. Irnos y volver. Morir y nacer. Y esto es algo que llevaba necesitando mucho, muchísimo tiempo.
       Un día escribí que todos estamos hechos de pedazos rotos. De los trozos de un espejo que se rompen, se machacan, se esparcen con mil explosiones. Que es en los trozos en los que podemos reconocernos, en cada uno de ellos. Y que el auténtico reflejo no lo da el espejo, sino los trozos. Pero hoy añado algo que entonces no sabía:
       Que cuando nos rompemos y nos reducimos a esquirlas y a pedazos, resulta que algunos trozos no son nuestros. No todos nuestros pedazos son realmente nuestros, o al menos no lo han sido siempre. Algunos de nuestros pedazos son de otros y los recogemos por el camino, añadiéndolos a los nuestros. Nos completan, nos mejoran, nos cambian.

       Hoy sé cosas que ayer no sabía. Hoy sé canciones que ayer no conocía. Tengo letras que jamás he escrito y que han cobrado caro su precio. He volado, he caído, he visto cañonazos en el cielo y truenos que podrían romper los cristales de vuestras ventanas, y he vuelto para contarlo. He escuchado el nombre del cielo y de las tormentas de verano restallando en mi oído mientras la tempestad me empapaba y mis tímpanos vibraban ante las explosiones. He escondido un secreto en la comisura del labio, donde nadie puede verlo. He guardado una palabra que no puede escribirse en la esquina derecha de mi mente. He corrido sobre las nubes y he soñado las pesadillas más bellas que jamás existirán. He sido canción y he latido hecho pedazos bajo el polvo de una sinfonía que ya nadie recuerda.
Pero ahora, soy las letras. Hoy, soy el espejo de todo lo que queda, la fotografía vieja, el libro que nadie ha abierto nunca. He visto todo eso y más, y he vuelto para contarlo. Como cada otoño. El cuarto otoño ya. Y si es el último, será porque nada quedó por decir.

Ahora es cuando el telón se levanta, saludo a las caras conocidas de la última fila y me aclaro la voz. Y más me vale. Porque traigo todas las letras que aún no he escrito y que ya me llaman desde la página blanca de una libreta.




(Nos leemos por aquí, como siempre. Gracias por seguir ahí, y por comentar de vez en cuando)


M. Lawliet.

viernes, 6 de junio de 2014

De vacíos y cosas que están por doler.

Una vez leí que vivimos de vacíos. De cosas que terminan en el momento de surgir, que explotan y acaban y dejan silencio. Un silencio de los que hacen eco, uno ruidoso que retumba en los tímpanos y parece decir algo que nadie más puede oír. Un silencio que dice "ya está", y así es. Un silencio, un vacío, una razón.

Cada vacío es único. El final de un aplauso; el último invitado que se va y te deja solo; el final de la última canción; una despedida. Vacíos de punto y aparte. Pero todos ellos tienen algo en común. Hay veces, sólo las más especiales, en que un aluvión arde en nuestro interior y vuela hasta nadar en lo más alto del cielo; hay momentos únicos en los que se puede ser infinito. Y es como una gran explosión, como una llama, como cohetes subiendo. Cuando más alto ha subido, cuando es magnífico, cuando cierras los párpados sin cerrar los ojos y por fin lo ves... desaparece súbitamente, y nunca vuelve. Y queda un vacío, un vacío con un olor especial y un silencio elocuente. Y es ese vacío el que, muchas veces, nos mantiene vivos.

Hay momentos en los que nos quedaríamos a vivir. Como un cuadro, como una fotografía. Cuando llega el momento álgido, cuando nada puede ser mejor, desearíamos congelarlo. De repente es como si todo fuese más despacio y pudieses verlo desde fuera, como si alguna parte de ti mismo pudiese ver una foto pintada con el presente y observada desde el futuro al mismo tiempo que se pinta. Ese momento, esa décima de segundo, es todo lo que importa. Lo único que importa. Porque ahí explota todo y nada es más real que eso, que el recuerdo efímero que se recuerda y se vive al mismo tiempo.

Y luego, sin avisar, y como predecíamos... termina. Se acaba. Silencio. Y queda un vacío enorme. Un vacío que habla por sí solo, un vacío de "valió la pena". La explosión concluye y el momento se convierte en recuerdo. Ese vacío dice muchísimas cosas, casi todas son buenas por mucho que escuezan. Y escuecen porque son eso, recuerdos. Porque ya no ves ese cuadro desde dentro.

Vivimos de esos vacíos. De lo que queda cuando todo ha terminado. Porque ahí puedes mirarte a ti mismo desde fuera y verte, quizás por primera vez.

Y sin ese vacío, sin ese momento rompiéndose ante nuestros ojos, nada valdría la pena.


sábado, 3 de mayo de 2014

El armario más grande.

       El Armario era un lugar grotesco. Allí iba a parar todo. Lo que no quería cerca, iba al Armario. Lo que no me gustaba, al Armario. Lo que me daba miedo, pánico, el más profundo desagrado... al Armario.
Pero bien al fondo, para no tener que verlo más. Aquel lugar, aquel abismo, se convertía, inexorablemente, en el desagüe de todo lo que más lejos quería de mi. Y fue por eso que cada vez nos parecíamos más el Armario y yo.
      ¿Adónde van nuestros miedos? ¿Dónde están nuestras esperanzas? ¿Dónde lo que más nos aterra? ¿En qué rincón, allí bajo la piel, se esconden esos duendes que tiran de nuestros vellos hasta izarlos por nuestro cuerpo como banderas? ¿Dónde, todas esas canciones que susurran recuerdos y personas que, curiosamente, no aparecen en la letra? ¿En qué esquina del Armario?
       Da igual lo que hagas con todo. Con las pesadillas, con los miedos, con la furia y con las palabras con sal. Porque hay cosas que no caben en ese Armario. Grita, lánzalas lejos, pero nunca se van, porque son tan tuyas como tú mismo.

      Y así, día a día, llenamos el armario de cosas, y lo deformamos, se degrada más y más por nuestra mano como un retrato de Dorian Grey. Nadie sale para siempre, ni nada nos abandona. Tardamos mucho en darnos cuenta de que ponerlo todo al fondo de una caja y no mirarla no iba a hacer que todo se esfumase.
       Y fue entonces, y no antes, cuando lo supe.

       Caminé hacia el Armario, como otras tantas veces. Abrí la puerta, y mis más amargas pesadillas y miedos me saludaron desde las sombras. Salté dentro, cerré la puerta y no salí. Pasó mucho tiempo hasta que lo hice y salí de su interior, esta vez para siempre. Lo que ocurrió allí dentro es otra historia, y es una historia que habla de guerra y de batalla.
     El Armario, ahora, está olvidado en alguna esquina. Sin uso.
 Vacío.
Y yo, de alguna forma, más lleno que nunca.



lunes, 31 de marzo de 2014

Soy explosión

Me dijeron que el secreto era ser agua; sabían que si no corría, me estancaba. Y así sigo. Corriendo. O huyendo, nunca lo supe. Creo que el día que el miedo dejó de paralizarme y comenzó a despertarme dejé de ver la verdadera diferencia.
Me dijeron que, igual que el agua, transformarse era parte del ciclo. Pero nosotros sólo conocíamos una manera: explotar. Al final siempre acabamos siendo cascarones, jaulas, que nunca pueden saber cuándo van a liberar lo que sea que haya dentro. Nunca sabemos cómo será la explosión ni sus consecuencias, pero en cada cristal de los miles que queden, en cada fragmento roto de mí, podré verme.
Y así nacemos de nuevo, entre explosiones, como meteoritos ardientes brillando en el firmamento, como cohetes en el cielo, donde todos pueden verlos. Donde podrás verme, espero. Y cuando muera allí arriba, seré feliz. Y nada más en el mundo habrá tenido sentido.

Qué bonito es todo desde arriba. Qué pequeño todo, hasta los problemas, hasta todo lo demás. Qué cerca el cielo y las estrellas, tan cerca que se derraman entre los dedos…
Y qué feliz se es con lo que menos dura, con lo que muere en el momento de nacer, con lo que mientras arde nos da calor hasta que se apaga en un instante. Pero qué sentido tendría nada si esa explosión no fuese así.
Quizás no sea el resultado de todas esas continuas transformaciones, sino la transformación misma. Y al final, siempre, somos la misma cosa con otro orden. Nuestros trozos son siempre los mismos, nuestros pedazos son idénticos esta vez que las anteriores. Pero los volvemos a romper, los reconstruimos una vez más y los vemos de forma distinta. Somos distintos, al final.

Así que mírame cuando muera y cuando no me reconozcas. Cuando el espejo me mira a mí y no al revés. Porque no me reconoce, porque me veo por primera vez y pronuncio mi nombre, el verdadero. Y es el espejo el que frunce el ceño, porque el cristal no sabe devolver la imagen de algo que no puede verse con los ojos. Y no tengas miedo, porque al final soy el mismo. Y porque, después de todo, no somos tan distintos.
Así que hagámoslo. Escuchar y dejar de oír, dejar de abrir solamente los párpados y comenzar a abrir los ojos. Sentir cómo cruje.

Y ponerle un nombre.
 



jueves, 13 de febrero de 2014

Los que no tenían nada que temer.

 Diario del Príncipe Alquimista. Ciclo 4061 de la decimotercera gran era. Andrómeda.


       He viajado a todo lo largo y ancho de este mundo y de muchísimos más, puedo asegurarlo. He visitado estrellas y galaxias, he conocido multitud de cosas que muy pocos locos y sabios creerían posibles. Y sobre todo, me he cruzado con muchas personas. Y cuando has visitado tantos sitios como yo, descubres lo difícil que es encontrar verdaderas personas.
       Me paso la vida corriendo. Huyendo. Huyendo de mi mismo en una batalla interminable. Y después de tanto recorrer bastos lugares escapando de ese algo que aún no termino de comprender y a lo que no le he dado nombre, después de infinitas horas corriendo y corriendo sin cesar, he descubierto algo: la virtud de los que son verdaderamente únicos. La virtud de los auténticos.
       No es algo que pueda decir nadie a la ligera.
       Todos conocemos gente. Nos cruzamos con gente a diario, hablamos con gente, incluso a veces tratamos de ser gente y ser invisibles por un rato. Algunos de ellos nos miran, nos cuentan cosas, les escuchamos. Y a veces hacemos igual con ellos. Por qué no. Pero es más difícil encontrar personas, al menos el tipo de persona de la que hablo.
       Una persona que se siente asustada, y esto he tardado en comprenderlo, no es nunca como querría o como quiere ser. Una persona que –a veces inconscientemente- se oculta y baja la cabeza nunca es del todo persona. ¿Por qué? Es muy fácil: porque las personas son todas y cada una de ellas absolutamente distintas entre sí. Todas. No hay dos personas iguales, si bien algunas se parecen. Pero nunca iguales.
       Así que, si todos somos distintos, ¿por qué hay quienes son simplemente gente? ¿Qué les hace formar parte de un conjunto gris? La respuesta es muy sencilla, y la llevaba buscando muchísimo tiempo por obvia que parezca.
       Todos nos escondemos hasta que nos cansamos, unos antes que otros. Es sólo cuestión de tiempo. Pero hay quien se esconde tanto que vive hecho a ello. Me sorprende la terrible cantidad de personas que conozco y que no creen de verdad que existe una sola cosa en el mundo en lo que son únicos. Miedo, siempre miedo a algo. Todos tenemos miedo, si no lo tuviéramos seríamos estúpidos. Tú tienes miedo. Yo lo tengo. Cada uno a una cosa. Y por eso huyo. “Que tu mayor miedo sea el propio miedo, eso es algo muy sabio”, leí una vez.
       Y después de tantísimo tiempo preguntándome cuál es la virtud que hace a alguien distinto al resto, que le da color y lo aparta de lo gris, un día me encontré con la respuesta. Quizás quien me lea ya lo haya hecho.
Ese tipo de personas, capaces de conquistar el mundo, tienen esa habilidad. O aprenden a tenerla una vez les llega el momento. No significa no tener miedo, como yo creía.
 Significa aprender a saber qué debemos temer.
El día que me dije a mí mismo que nada es tan importante, todo pareció ir mejor. Y cuando te das cuenta de que los valientes tienen miedo, todo es más bonito. Y cuando es el mismo miedo el mayor de tus propios miedos, entonces es más fácil la pelea. Porque si lo superas has superado todo lo demás.
Como he dicho, yo llevo corriendo toda la vida. Y pienso seguirlo haciendo. Por estrellas y mundos lejanos, por todas las galaxias. He tenido miedo, y eso no me ha detenido. Me ha hecho correr más y más rápido.
Así que cuando te canses de correr y te pares, pregúntate: ¿Por qué te detienes?
       
       O incluso:
¿Por qué corres?


E. P. A.

domingo, 19 de enero de 2014

Este es mi hogar.

       Hola. Probablemente no sepas cómo vivo. Quizás no sepas lo que siento cuando hago esto, cuando me cuelgo del hilo que me sujeta ante el precipicio, cuando me pongo ante todo lo que me mata y es lo que me da la vida. Probablemente no sepas lo que te recorre cuando te dedicas al arte de subirte a la cuerda floja, a la locura de sujetarla con palabras y bailarla con emociones, a todo lo que nos mantiene al borde del único abismo que nos trae algo, y aún no sé bien el qué, por lo que colocarnos ante la máquina de escribir. Con seguridad no te he contado que cada vez que me subo a esa cuerda no sé lo que voy a hacer o cómo pienso sobrevivir a ella, ni que cuando encuentro la manera de empezar a caminar sobre ella todo sale solo, ni que cuando me bajo no sé cómo me he mantenido en pie. O que siempre que termino mi espectáculo y la miro desde detrás del escenario me inunda un profundo sentimiento de vacío, una sensación que me susurra que quizás me caiga la próxima vez que intente balancearme sobre mis propias palabras y sean ellas las que me fallen a mí. O yo a ellas, que también. Quizás pocos entiendan que cuando he recogido esa cuerda floja hay algo que me dice que no voy a poder volver a hacerlo. A subirme y permanecer de pie.
      Pero un día, sin saber cómo, me acerco a ella y vuelvo a hacerlo. Me balanceo con los ojos fijos en el precipicio y, de alguna forma, lo logro una vez más. Y luego, vuelvo a no saber cómo lo he hecho. Y una vez más, al bajarme de ella, me siento vacío. Porque no tengo nada en la recámara, porque ahí estaba todo lo que tenía. Porque esos vacíos son los que nos mantienen vivos a los que andamos sobre un abismo infinito.
       
       Si sabes de lo que hablo, quizás también te hayas preguntado de dónde salen las palabras que mantienen la cuerda en su sitio. La eterna pregunta: ¿De dónde nacen las ideas y las palabras? 

       Para algunos nacen del amor, o de la ausencia de este, o de la nostalgia. Hay quien asegura que muchas nacen del dolor, la angustia, el miedo. Otras nacen de la soledad. De la melancolía. De mirar hacia dentro de nosotros mismos y describir lo que vemos. Algunos dicen que nacen en la tranquilidad, en la calma. Muchos piensan que nacen de ciertos momentos, de cosas que duran un instante y luego se marchan. Esas son las más difíciles de perseguir, porque no avisan. Da igual lo que hagas, dónde estés, qué esté pasando, pero en cualquier momento una idea podría estrellarse contra tu sien, o contra tu pecho, y habrá desaparecido en unos segundos a no ser que la agarres con fuerza. Algunos pensamos que hay ideas, las más únicas, que nacen de relacionar cosas que nunca habíamos comparado antes y encontrar lo que las une; como dos cables que cuando chocan sueltan miles de chispas. Quizás una idea sea eso, una chispa. Y somos nosotros los que elegimos dejarla marchar, o simplemente observarla y formar parte de ella o... retenerla entre los dedos mientras podemos, sumergirla en combustible y dejar que arda. Hacerla materia, dejar que brille. 
       Una idea, un sentimiento cobrando forma, o simplemente la inspiración, es todo esto a la vez y mucho más. Miles de ellas nos rodean, en todas partes, en todos los momentos. Sólo hay que abrir los ojos, dejarse llevar un poco más de lo permitido y tener algo de fe, y quizás, sólo quizás... 

la chispa aparezca. Y brille tanto que no puedas creerlo.



miércoles, 1 de enero de 2014

Primer hola.

       Toc toc, aquí estoy. ¡Feliz año! Creo que no tenéis ningún regalo de navidad para mí así que permitidme que lo tome yo mismo y me permita soltaros unas cuantas cosas del año que ha terminado. Porque sí. Porque en el fondo nos encanta mirar hacia atrás, sea bueno o malo. Sonreír por lo bueno, retozarnos en lo no tan bueno; echar sal en la herida y azúcar en lo dulce. Y gracias a la casualidad, o al destino o a mí mismo o a qué se yo, he tenido mucho dulce. Por lo bueno que ha sido este y por lo que van a ser los siguientes, o eso parece.
       Porque como dijo Gatsby: “Mi vida tiene que ser así, siempre hacia arriba, como un cometa”. Este año me ha regalado cosas increíbles y, de postre, un lienzo enorme en el que pintar todos los siguientes. No voy a mentiros, estoy asustado. Muy asustado. Con tanta gente genial que me ha acompañado este año me estoy acojonando. Porque acabaré acostumbrándome a ser muy querido, como ahora. Y eso me resulta tan increíble e inesperado que no sé si puede mantenerse en pie mucho tiempo. No dejo de dar gracias por ello.
       No puedo evitarlo, me resulta imposible la estima que me tienen algunos. La imagen de mí. La que yo me creo sólo a veces. Este año ha sido superación a todos los niveles. De ponerme a la altura de quien admiraba en algunos casos, y de ser admirado por ellos en ocasiones. De aprender a ser ambicioso. De ver objetivos y metas que no habría imaginado y creía que sólo pasarían algún día lejano cuando todo fuese como de película. De ver mi lista de propósitos y proyectos en marcha y no dar crédito a lo que pasará cuando los cumpla, que lo pienso hacer.
       Este año me he conocido. Y me han conocido. Me he visto por primera vez y también me he dejado ver. He hecho un hueco muy importante en mí para muchas personas. Algunas las tengo cerca, otras horriblemente lejos. A una de ellas a 1521 km, para ser correctos. Este año he visto un intercambio, un viaje inolvidable, un libro en camino, una familia que la música me ha traído, y un recorrido artístico inconmensurable. He sentido que me admiran, que les gusta lo que puedo ofrecer a este mundo, que hay quien piensa que tengo algo. Me han dicho más de dos, tres y cuatro veces en poco tiempo, que he hecho llorar con palabras. Que emociono. Que “tu forma de escribir es esperanzadora”. Y es lo más grande que me habéis hecho sentir nunca.
        Y aunque todos merecéis que os nombre de uno a uno, no podría aunque quisiese. Pero sí puedo hacer mención por encima. Y os doy las gracias a todos.
      
A los que viven bajo mi mismo techo, que aguantan mis estallidos y me soportan a diario, así como me han brindado muchas oportunidades y conocimientos
A los amigos que me han acompañado los últimos años y aún siguen ahí, muy cerca. Los “Majaputos”, mi clan, mis hermanos. Por lo que me hemos pasado, lo que me habéis enseñado y las veces que me habéis cubierto la espalda. Porque cada uno de nosotros es diferente y de cada uno aprendo una cosa. Por los ratos que hemos pasado y los que nos quedan. Por todo, gracias.
A todos los “Pachorras” y “Soldados rasos”. Por las risas juntos, por las bromas que sólo algunos entendemos y que han molestado a más de uno por la sencilla razón de que cierto humor no está a la altura de todos. Va por todos ellos. Por lo que me habéis enseñado y traído, que nunca es poco.
            A mi familia más reciente, la que me ha traído la Música. Con mayúsculas, que no merece menos. Mi Zomake Army. Jamás imaginé que me iba a encontrar con ellos, con esta gran familia que, en cierto modo, nos ha salvado a todos los que estamos en ella. Una familia unida por algo que arde dentro de todos nosotros con furia y pasión, un ejército vestido de negro con armas de plata, oro y madera; juntos en pos de algo tan grande que nos ha hecho sentir únicos. Todos y cada uno de ellos me han enseñado que hay algo más, que se puede gritar más fuerte y querer con más ganas, que en un pentagrama cabe un mundo. Que una partitura es en blanco y negro pero nosotros las llenamos de color. Que si todos latimos y sentimos a un mismo compás, somos grandes. Gracias, y por favor, no os vayáis nunca.
         A los que me leen y siguen desde Twitter y Blogger, que por suerte no son pocos. Muy selectos, eso sí. Gracias por estar, por apoyarme desde la distancia, por brindarme noches largas leyéndoos y hablando con vosotros (diría vosotras de no ser por uno o dos). Por saber que tengo un techo en cada rincón de esta tierra, gracias. Sabéis quiénes sois.

       El resumen del 2014 es nulo. Porque jamás imaginaba casi nada de lo que el 13 ha acontecido, así que puede volver a ocurrir. Y ojalá. A todos nos gustan las buenas sorpresas. Pero sí sé que hay una reiterada novela en camino y que estáis hartos de que os lo diga, pero para una vez al año que os hago esto os aguantáis. Además es culpa vuestra, que me seguís preguntando (y me hacéis escribirla todos los días cada vez con más ilusión si es posible).
       Que el viento os hinche las velas y despertéis cada día con las alas cansadas. Nos vemos muy pronto, prometo que con un texto de los de verdad. Feliz año.
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-M. Lawliet.